Sospecho que en mi habitación se cometió un crimen. No recuerdo quién colocó en la puerta la cinta de "Precaución". Todo el cuarto está desordenado. Huele a colillas de cigarro. Hay una botella de ginebra vacía. Un bote de basura con envolturas de chocolate. Siete botellas de plástico enfiladas en la ventana. Afuera un perro canta un Son Jarocho. Afuera es miércoles y llueve igual que todos los días de la semana.
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Junto al sofá una pelota gigante hecha de periódicos con fotografías de asesinatos.
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Una mujer envuelta en periódicos con imágenes de personas muertas. La mujer no tiene frío, no piensa dormir en la entrada de algún metro o en un parabús.
El fotógrafo le indica que juegue a convertirse en criminal, en asesina. El fotógrafo le pide que se agache, de vuelta, perfil izquierdo, derecho. Ella sonríe, pero el fotógrafo no puede verle la cara.
(Es demasiado miedosa para matar al gato que duerme sobre el televisor o salir por las noches y desahogar el odio que sentía cuando las monjas de la escuela primaria, la obligaban a sacar punta a los lápices de sus compañeras de clase.)
El fotógrafo jamás sospechará que ella piensa en sangre que corre sobre el pecho de un niño de cinco años; quizá por eso acuchilla el muro blanco que les sirve de fondo en la sesión fotográfica.
Abro los ojos a las seis y media de la tarde. La hora muerta. La hora confusa. Ese momento que fácilmente te engaña y crees, apenas amanece. Me levanto y voy al baño. El piso está mojado, dejé la ventana abierta y descubro que llovió en algún momento del día. Salgo y abro el refrigerador. Me siento en la sala y abro una cerveza. Hojeo un libro de Monzó y enciendo un cigarro. Recuerdo que no he comido nada en veinticuatro horas. No tengo hambre. Me quedo dormida en el sofá. Repentinamente me despierto y veo que sólo pasaron diez minutos. Me asomo por la ventana y veo los toldos de los coches en la calle. Todos ellos están mojados. Una palabra: saltar. Hace frío afuera, si quisiera hacerlo (saltar), tendría que ponerme el abrigo azul. Una pareja aparece en la calle, la miro con rencor. Decido cerrar las cortinas. Naif (mi planta) agoniza. Saco un jugo de piña del refigerador y lo vierto todo en esa pequeña cosita verde que es Naif. Regreso a mi habitación, me cargo un suéter verde y me acuesto a dormir otra vez.
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Más que el deseo de esperarte, existen las ganas de salir, rociarte con gasolina y fumar sentada en tus piernas.
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Un hombre arroja envases de cerveza por la ventana. Abajo una niña sale a pasear en triciclo. La exactitud temporal. Un cráneo expuesto. El hermano mayor pide una ambulancia. El hombre de la ventana prepara un sandwich de salami. Enciende la televisión y escucha atento a dos mujeres expertas en temas de jardinería.
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Abro los ojos a las diez de la noche. Salgo a caminar. Quisera saber dónde podría encontrar una heladería abierta a esa hora. Camino hasta llegar al metro Mixcoac. Entro y pido en la taquilla cinco boletos. Un viaje de Mixcoac al Rosario, reviso el reloj, faltan cinco minutos para que den las once de la noche. Camino por el anden y pienso en películas de los setenta, donde los personajes podían fumar donde les diera la gana: en un vagón, en un autobus de Texas a San Diego, en un cuarto de motel, en la cocina de casa de su abuela. Subo las escaleras para cruzar de anden. Abordo en el primer vagón. Son las once con diez minutos de la noche. Me bajo en Tacubaya y transbordo a la línea café. Llego a Centro Médico y reparo en que estoy agotada. Bajo del tren y salgo de la estación. Camino por avenida Cuauhtémoc. Sé que no puedo visitar a nadie. Sé que el Metro ya no estará abierto cuando decida regresar a casa.
Empujar la puerta de la peluquería, pedir una soda y un rehilete. Hudirme en el sofá del barbero y leer la última saga de Spiderman.
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Qué del tiempo donde mi madre aparecía con vestidos cortos y tacones altos.
Qué del matrimonio de ciegos que cayó en las vías del metro.
Qué de un globo que asciende entre los cables de luz.
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Las salas de cine son espejos llenos de vaho.
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Qué de la toma que se abre.
Qué de filmar películas con animales que corren en una playa.
Qué de las cenizas de mi abuela.
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Un niño deja un dibujo de su casa sobre la banca de la escuela. En él una bicicleta corre a toda velocidad y atropella a los padres del niño.
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Qué de los nueves monos que llegaron de la Luna.
Qué de las mañanas y el olor de la loción de mi padre.
Qué de los beisbolistas de la calle Amberes.
*** Una mujer saca de su bolso un cepillo de dientes. Lo deja sobre el buró. Piensa que hace juego con el labial y las toallas sanitarias que colocó sobre el televisor.
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Qué de los hermanos nonatos.
Qué de los ataques nucleares.
Qué de los cuartos de hotel con manchas de sangre en las paredes.
Quebrar lentamente cada uno de los dedos de tu mano derecha.
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Pienso en Kevin, el hijo menor de la serie Los Años Maravillosos. Pienso en la chica de la que estuvo enamorado toda su adolescencia. No recuerdo el nombre de la niña. Alguna vez esa relación fue mi modelo a seguir. Dos jóvenes que se separan millones de veces a lo largo de la serie televisiva. Dos amantes adolescentes que nunca terminarán juntos.
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Viernes. La única imagen de la noche es un edificio sobre Periférico con ventanas rosas y blancas. La estética posmoderna me hace llorar.
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Un cuarto pequeño con un colchón sobre una alfombra azul. Una ventana pintada de rojo. Madera, olor a cigarro. Abro los ojos y un hombre me observa asustado mientras cierra la ventana.
Un baño blanco. Las cinco de la mañana. Un hombre limpia el semen que le corre del vientre al pene.
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Llamadas que nunca llegarán. Saber que no lograremos atrapar nada. Una libertad que jamás entenderé. Un deseo de no decir nada. Porque callas y yo suspiro mientras pasa el quinto tren en Hospital General. Un nos vemos luego, un debajo de la columnas del templo pediré perdón por mi insolencia de adolescente. Un jugar a incendiarse. Jugar para perder, para no anotar gol, para intentar quedarse en medio del campo con la camiseta sucia y el pecho encendido.
Escribirte frases que resbalen como arena en los pies de una niña de once años, que contempla el violento mar. "Se soltaron porque sostenerse era cazar al cocodrilo que dormía en la sala."
Arder.
Recuerdo a un hombre sentado en un sofá café, con una maleta llena de libros y ropa sucia, que al abrir la puerta me abrazó y dijo "somos los únicos dos que quedan del Turno". Esa noche dormimos abrazados, aunque hacía calor.
Arder.
Le diría a ese hombre: "Todo fue por ti". ¿Qué es todo? La rama de un árbol de jacarandas, los pies hinchados de tanto caminar, Nocilla Dream, la mujer que despierta en un viejo cuarto de hotel y está sola, los hermanos que al nacer fueron separados, los amigos de la cuadra.
Arder.
Sólo un hombre dejó huella en el departamento donde sigo, sin mucho afán, viviendo. Ese hombre hablaba conmigo todas las noches, horas larguísimas, diría él. A veces llorábamos, otras bromeabamos, algunas reñíamos cariñosamente, las muchas, hacíamos el amor a las cuatro de la mañana, cansadísimos y muertos de risa.
Arder.
No perder el tiempo: ser un hombre gris, un escritor gris, un cantante de Sanborns, un beisbolista retirado. Ser una huella que nadie recuerde, un quizá, un pude pero salí huyendo.
Arder.
Ese hombre que recuerdo, cuando en la casa rara vez alguien ríe, ahora no habla conmigo. Invento conversaciones con él. No imites diálogos de París Texas, me diría con una sonrisa estúpida. En esos diálogos, él y yo hablamos de Teillier. Del verano y el otoño que soñamos con ir de viaje a Tánger. También hablamos del oficio, que por mala gana nos dio por aprender. Ser un burócrata de la literatura, le diría. Él recordaría la vez que casi acabamos un poemario.
Nuestra historia se reduce a esta pequeña caja azul llena de fotografías.
Arder.
Me quemé. Dejé por la literatura a ese hombre. Lo dejé dos veces. Lo primera, para completar una historia que ya había terminado. La segunda fue la más mezquina: sacrificarme para que el orden tomará su curso nuevamente. La segunda fue por la literatura. La definitiva, hermano.
Arder.
Nunca nadie nada. Juro nunca hablar de los domingos desnudos mirando películas, muertos de miedo y hambre. Juro nunca hablar de las noches larguísimas donde sólo éramos tú y yo debajo de las sábanas golpeando la pared, porque el chiste que habíamos hecho era buenísimo. Juro nunca hablar de nuestra amistad. De aquella mañana que llegaste a casa porque yo había terminado con mi novio y me abrazaste y preparaste huevo. Juro nunca hablar de que nos vimos, en la oscuridad nos vimos. Y te escondiste en mi casa y yo me escondí contigo, porque eras mi hermano mayor y creíamos que debajo de la mesa las bombas no nos destrozarían. Juro nunca hablar de nada.
No existe nada igual que Catalina cuando fuma: no aleja el cigarro de los labios, cierra un ojo y con el otro observa detenidamente a su receptor, mientras ordena un par de estuches con municiones. - Esta noche saldremos a pasear a los perros, dice. - Llevo once sesiones de manejo y todavía le hago de copiloto, le respondo. - Ocho minutos entre bajar del automóvil, saludar a los dependientes, tomar dos botellas de ron, matar a Lucía, dar condolencias, salir, abordar el coche y regresar a casa para brindar. Eso es todo, si no te sincronizas, te vuelo la tapa de los sesos, responde.
2
Saliste corriendo del Oxxo que está cerca de tu casa. Resbalaste a mitad de la avenida, como víbora te arrastraste rápidamente para llegar a un automóvil verde. Te recargaste en una de las puertas y lentamente lograste caer sobre el pavimento. Dentro de la tienda un par de mujeres cincuentonas eran violadas por los dependientes de la tienda. Bajaste el cierre de tu pantalón y te masturbaste por tres minutos. Fue la venida más espectacular después de aquella vez que hiciste el amor en el concierto de Metallica.
3
Vendo camioneta roja con dos llantas desinfladas y asientos de piel. Sin verificación y un par de bolladuras en el toldo. Interesado pedir informes con el de la tienda.
Caminaré por esta ciudad como cuando tenía quince años. Habrá en ella escapes de automóviles y señoras embarazadas. Todo será un ruido denso que se confundirá con llamadas telefónicas que haré afuera del metro. Números desconocidos, sonámbulos que a mitad de la noche desconectarán sus teléfonos; como si la ciudad supiera que soy yo quien la llama.
Una caminata larga y aburrida para llegar a casa. Sentiré el cabello húmedo por el sudor que la noche enfría con su aire altivo.
Soportaré el miedo de los asaltantes que me miran con delicadeza, con ansiedad de vampiro y labios saturados de licor.
Traicionaré sus calles, como aquel día que doblé en una esquina y me vendí por un par de cigarrillos.